Cuento: «Un extraño en el pueblo»

Éste es antiguo y uno de mis favoritos.


Un extraño en el pueblo.

Estábamos en la Bodega cuando él apareció. Yo lo vi antes que lo hiciera Julia. Cuando sonó la campanilla anunciando su entrada, Simón se irguió lentamente en el mostrador y se le quedó mirando muy serio.

-No, no hay-, le dijo, y mis ojos de inmediato se dirigieron hacia el estante que tenía a mis espaldas y sí, sí había. Siempre había. ¿Por qué Simón decía que no?

Cuando volví a mirar, discutían. Más bien, Simón discutía. El Extraño sólo lo miraba, desconcertado ante el enojo que había provocado.

Cascabeleó otra vez la campanilla sobre la puerta y entró el capataz Romero que se plantó firme unos pasos atrás del Extraño, manos en cintura. Hubo más discusión.

Yo trataba de mirar a través de los espacios entre los estantes, pero estábamos demasiado lejos como para entender sus palabras. Sólo veía al Extraño acomodándose lenta y cautelosamente frente al mostrador de manera de tener a la vista a ambos hombres. Creo que esperaba que en cualquier momento le saltaran encima. Yo también pensé que lo harían.

Cuando intenté acercarme un poco más, sentí el pellizco de mi hermana en el brazo y tuve que volverme hacia ella.

-No mires-, me dijo y me arrastró bodega adentro donde estaban los utensilios de cocina. Me obligó a mirar ollas y sartenes que no necesitábamos hasta que se escuchó la campanilla de la puerta anunciando la salida del Extraño.

-No debería estar aquí-, le decía Simón al capataz cuando nos acercamos al mesón a pagar nuestra compra. Ambos miraban a la calle por la ventana donde la figura del visitante brillaba en el sol mañanero.

-No,- concordó el capataz, -no debería.

Simón recibió nuestro dinero con la mirada ausente y nosotras salimos de allí con la sensación de que podríamos habernos marchado con el dinero y la canasta, que apenas sosteníamos entre las dos, sin que se hubiera dado cuenta.

El Extraño estaba afuera, aún demasiado desconcertado como para tomar alguna decisión.

-Deja de mirarlo así-, me regañó Julia percatándose de inmediato que había hablado demasiado alto porque el Extraño volteó la cabeza hacia nosotras. Mi hermana contuvo la respiración, convencida de que había atraído un gran peligro sobre ella.

Entonces, él sonrió.

Sus ojos brillaron y yo le devolví la sonrisa con toda confianza. Quise hablarle, preguntarle cómo, por qué y de qué lejanas tierras había llegado a este pueblo perdido, pero Julia me ordenó marchar con ella de regreso a casa antes de poder intentarlo siquiera. Le eché una última ojeada a su figura plantada en la acera. Aún estaba tranquilo. Parecía no importarle ser el polo de atención de toda la calle. Debió haberse marchado entonces, cuando el escozor en la piel del pueblo aún no se había transformado en fiebre.

-o-

A la mañana siguiente fue imposible no despertarse con el barullo de los pasos y los bultos cayendo dentro de la camioneta. Me restregué los ojos varias veces antes de lograr una visión clara de la habitación. Julia estaba de rodillas sobre su cama, escuchando con atención, tratando de dilucidar lo que ocurría allá afuera. Me hizo callar con un brusco gesto de su mano cuando quise decir algo todavía medio aturdida por el sueño. Ella llevaba puesta la enagua de algodón que usaba de camisón para dormir. Nos miramos un instante y en una mutua comprensión de lo que debería ser nuestro siguiente movimiento, saltamos de la cama y salimos al patio sin preocuparnos de los zapatos.

Recuerdo el contacto tibio y rasposo del suelo de la galería contra la planta de mis pies.

-Algo ha sucedido-, me susurró mi hermana, pero era obvio que yo ya me había dado cuenta de eso. Vimos a Néstor, el hijo del capataz. Llevaba puestos los jeans y las botas, una camisa a cuadros y una chupalla. Estaba cargando cuerdas y rifles en la parte posterior de la camioneta. No se detuvo al vernos, es más, nos sonrió como si sólo se ocupara de las faenas diarias del fundo. Pero nosotras sabíamos que no era así. Iban a salir a buscarlo. Iban a cazarlo.

-o-

Había un vestido en la Bodega, rojo intenso, salpicado de pequeñas flores color azul, naranja y amarillo. Colgaba de uno de los estantes de tosca madera al lado de la pasta dental, los tomates y los juguetes, todo apilado en montones, uno junto al otro.

La Bodega funcionaba para mí a la manera de una lámpara mágica que concedía los más extraños deseos que pudiera concebir mi imaginación. Simón me dejaba hurguetear entre los estantes aún cuando Julia solía dirigirme miradas furibundas. Ella tenía tan sólo un par de años más que yo pero pretendía enarbolar sobre mí la aplastante autoridad de los adultos. No se atrevía a decirme nada en presencia de Simón, pero a veces me pellizcaba en el brazo para que yo recordase que estábamos allí sólo para hacer las compras del día.

En fin, yo deseaba aquel vestido rojo tanto como antes había deseado muñecas. Cuando pienso en la noche que siguió al inicio de la cacería, siempre recuerdo el vestido y los rayos del sol entrando por las pequeñas ventanas de madera, iluminando los estantes con su color ocre, tan cálido, tan hermoso, tan con sabor a pueblo.

Esa noche, el Extraño estaba tendido en el campo detrás de la casa con una gran mancha roja en su pecho. Nosotras nos hallábamos de pie a su lado, mudas, no sé si a causa de la turbación o el asombro, cada una con su lámpara de carburo en la mano, espantando la negrura de la noche a nuestro alrededor. Su sangre se perdía en la tierra preparada para la siembra.  Julia estaba asustada, pero trataba de esconderlo para no atemorizarme. Yo nunca había visto tanta sangre, tan roja como el vestido que deseaba tanto. A lo lejos se escuchaba el murmullo de los vehículos y los perros acercándose.

-Ya vienen-. Julia miraba hacia la oscuridad. Aún a la tenue luz de las lámparas pude darme cuenta de lo pálida que se había puesto. Le temblaban los labios.

Yo miraba al Extraño. Él tenía los ojos abiertos y me observaba. No podía hablar.

-Hay que sacarlo de aquí-, le dije a Julia y ella se volvió hacia mí con incredulidad. No se lo repetí; me dediqué a tratar de quitarlo de la zanja. Probamos arrastrarlo fuera del campo y el resultado fue que un reguero de sangre incontenible señalizó nuestro desesperado intento. Yo no podía dejar de pensar «la sangre, la sangre… lo descubrirán por el olor de la sangre. Los perros lo encontrarán antes de que hayamos podido salir del huerto».

En algún momento supe que todo era inútil. Julia ya se había dado cuenta y había comenzado la retirada hacia la casa regresando una y otra vez sobre sus pasos para decirme:

-¡Vámonos! ¡Por Diosito Santo! ¡Vámonos! ¡Ya vienen!-Me agarraba del brazo, me tironeaba un poco y volvía a correr hacia la casa al borde del llanto.

Pero, a pesar de todo, yo no quería renunciar. Arrastraba su cuerpo en la tierra, sudaba y jadeaba, tan sólo para avanzar unos escasos y torpes centímetros, casi nada. Él también lo sabía. Puso su mano helada y húmeda sobre la mía demandando mi atención. No había miedo en sus ojos. Aún hoy trato de definir lo que vi en ellos. ¿Resignación? ¿Conformidad? No lo sé con certeza. Deseaba que me marchara con mi hermana. Movió los labios y yo acerqué mi oído a su boca.

-Estaré bien, no te preocupes.

Sabía que no era cierto, pero me fui de todas maneras. Le tomé la mano, se la estreché unos segundos mientras escuchaba el barullo acercarse. Él quiso sonreír. Luego lo dejé y eché a correr como una loca hacia la casa, Julia unos pasos adelante mío.

Saltamos la barda y alcanzamos la corrida de árboles en el límite del campo. Fue entonces que escuchamos los disparos. Frené de inmediato y volteé hacia el lugar de donde provenían las detonaciones con la boca abierta, el corazón paralizado, casi sin respiración. Desde algún lugar a mi espalda, Julia me suplicaba a gritos que siguiera adelante, que de otra manera nos atraparían. Estaba espantada porque pensaba que a nosotras también nos iban a asesinar.

Vi el resplandor de las lámparas detrás de los árboles enturbiado por las lágrimas que habían comenzado a anegar mis ojos. Los perros ladraban. Los hombres reían. Supe entonces que no podría volver a amar ese pueblo que, sin razón alguna, se había tragado la vida de aquel joven hermoso que me dedicara su sonrisa frente a la Bodega. Ya no sentía ningún deseo de regresar a ese lugar ahora. Ya no quería sus estantes, ni el vestido rojo, ni los tomates gigantes, ni la sonrisa estúpida de Simón detrás del mostrador. Desde esa noche, esa ya no fue mi gente ni mi tierra. Nunca más.

Me sequé las lágrimas con un movimiento brusco de mi mano. Julia aún me esperaba a unos pasos de la casa con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante. Me di la vuelta y corrí hacia ella.

 

 

FIN

Licencia de Creative Commons
«Un extraño en el pueblo» by Marcela Alejandra Ponce Trujillo is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported License.

Deja un comentario